El campo no es necesariamente la imagen que el mismo campo reproduce de si mismo en los medios. En el campo hay un repetido escenario de la explotación de la pobreza, entre otros males. El drama de los chicos que son empleados en campos de soja es la cara de una actividad sumamente aberrante.
Por Graciela Gómez Fuente: Ecoportal
El campo no es necesariamente la imagen que el mismo campo reproduce de si mismo en los medios. En el campo hay un repetido escenario de la explotación de la pobreza, entre otros males.
Javier Oscar Villalba vive en Marcelino Escalada, Santa Fe, pero enseguida aclara que trabajaba en otras localidades. Hoy tiene 24 años y a los 17 años empezó a trabajar de “banderillero”.
Cuenta que con su padre comenzaban a las nueve de la mañana, y “hasta la hora que fuera necesaria”, por 10 centavos la hectárea. El campo no es necesariamente la imagen que el mismo campo reproduce de si mismo en los medios. En el campo hay un repetido escenario de la explotación de la pobreza entre otros males. Y con la llamada frontera agropecuaria que no es ni más ni menos que la colonización, los ricos aparecen más ricos y los pobres más pobres.
Cuando llovía no trabajábamos, también se tenía en cuenta el viento pero igual en el remolino, desde el “mosquito” el veneno nos salpicaba hasta en la cara” me dice Javier.
Muchos chicos como Javier trabajan en el campo como banderilleros. Parados a los costados del paso de la máquina fumigadora indican por donde tiene que pasar. Paradójicamente a estas máquinas se las llama mosquitos porque se parecen al insecto que el glifosato también acabará.
Javier cuenta con naturalidad que comían y tomaban agua al lado del mosquito y que en ese campo nunca fumigaban con avioneta.
¿No les daban ninguna protección?
Nada. Trabajábamos sin ningún tipo de protección, ni guantes, ni máscara, ni nada. “Una vez le pedí al patrón un barbijo pero jamás me lo dio”. Las condiciones duras del trabajo salen disparadas. “Mi papá y yo caminábamos por el sembrado, hasta llegar a unos 50 metros del mosquito, para “marcar, de ahí nos pasaba al lado fumigando, no tenía que quedar nada seco”.
¿También manejabas el mosquito?
“No, a veces viajábamos arriba del tanque, nada más, pero lo que sí hacíamos era cargar los bidones y llenábamos el tanque con Round Up mezclado con Cipermetrina”.
¿Recordás para quién trabajabas?
“Si, para la empresa FAGAGRO”
Dicha empresa figura en la web del INASE sancionada por Asuntos Jurídicos, Ley 20.247 artículo 35, de Semillas y Creaciones Fitogenéticas.
Javier dejó de hacer ese trabajo y hoy hace changas de albañil. El contacto con los tóxicos dejó huellas. Su padre sufre problemas de estómago sin tratar y un amigo perdió todo el pelo, por problemas de salud. A Javier lo van a operar de un “tumorcito” en un ojo. Tiene salpullidos constantes en la espalda y detrás de las orejas, que no sanan. El “tumorcito” como él lo llama, es como una verruga que va creciendo en su ojo.
Se me hace un nudo en la garganta y siento tristeza. Me dice que es un gusto ayudar y colaborar y que hubiera querido seguir estudiando. Con esas palabras recordé mi pueblo.
Otra persona que trabajó de banderillero vive en Cacique Ariacaiquin. El pueblo está a una media hora de La Criolla. Intentamos llegar pero las calles de tierra y la lluvia no nos dejan avanzar con la chata que se resiste. Allí está la Secundaria Nº 1359. Llamamos unas cuatro veces a la escuela donde estudia. Nunca lo contactamos, lo negaron siempre. La directora tiene miedo, no quiere que se involucre a la escuela, el joven no quiere hablar, la familia dice que nunca fue banderillero porque sufre de un pulmón, solo fue una broma mal contada. Las historias mal contadas dejan dudas, nos prometemos volver.
Otro es el caso de Humberto Miguel Lencina que vive en el Barrio Santa Rosa, de La Criolla. Comenzó el trabajo de banderillero a los 22 años y hoy tiene 25. Nos cuenta que sus jornadas comenzaban a las siete de la mañana y finalizaban a veces a las nueve de la noche. A cambio recibía $30 de jornal.
Como Humberto Javier también trabajaba sin protección alguna y también cargaba el mosquito. “Usábamos Glifosato, Endosulfán y Cipermetrina, en la mayoría de los casos juntos, acá le dicen cóctel”.
¿Comían en el lugar?
No nos daban de comer en toda la jornada, solo un poco de agua en algunos casos, si había plantas de citrus, naranja o pomelo cerca, ese era nuestro almuerzo.”
Nos relata que una vez tuvieron la rotura de una manguera, la cual lo bañó con el líquido del veneno para fumigar y tuvo que terminar la jornada con la misma ropa, que se secó sobre su piel.
Muchas veces, dice, “el maquinista en horas de la noche no nos veía y con los brazos del aparato, terminaba pulverizándonos encima”. Humberto hoy sufre de alergias y fuertes dolores de cabeza constantes, sin tratar.
Martín Villalba, espera su turno para hablar. También vive en el Barrio Santa Rosa y fue compañero de equipo de Humberto en las fumigaciones. Trabajó hasta la cosecha pasada. Hoy tiene 22 años y es banderillero desde los 19.
Martín también está enfermo. Sufre muchos problemas hepáticos “sin tratar”. El drama de los chicos que son empleados en campos de soja es la cara de una actividad sumamente aberrante. Los niños-bandera están atados al círculo de la pobreza, ese lugar que no ve nadie. www.ecoportal.net
Graciela Gomez : abogada y escribana. Blog: Ecos de Romang.