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Los pobres no quieren ideología

El título precedente es el inicio de una rotunda aseveración de Elisa Carrió. La pronunció durante una conferencia de prensa para explicar la posición de su partido sobre las retenciones a las diversas exportaciones agrícologanaderas. Dijo: “Los pobres no quieren ideología, quieren ser clase media y no les interesa que les hablen de Marx (se refería a Karl y no a Groucho), las mujeres quieren ser lindas y los hombres ver fútbol”.

Por Carlos Girotti
Sociólogo Conicet
Fuente: Portal El Argentino

El título precedente es el inicio de una rotunda aseveración de Elisa Carrió. La pronunció durante una conferencia de prensa para explicar la posición de su partido sobre las retenciones a las diversas exportaciones agrícologanaderas. Dijo: “Los pobres no quieren ideología, quieren ser clase media y no les interesa que les hablen de Marx (se refería a Karl y no a Groucho), las mujeres quieren ser lindas y los hombres ver fútbol”. Pensar que con todo el esfuerzo intelectual que hizo para firmar el certificado de defunción de las ideologías, Francis Fukuyama jamás imaginó que las ideologías seguirían vivitas y coleando. La longevidad de la Carrió es una prueba incontrastable.

Para Carrió existen las ideologías. No las desprecia ni las niega. Al contrario, sabe que están ahí, latentes. Pero, eso sí, no son para cualquiera. Los pobres, por ejemplo, no sólo no quieren otras ideologías: tampoco tienen. Advierte, entonces, que a lo sumo aspiran a ser clase media y en ese ideal ontológico define –esta vez sin proponérselo– los atributos de esa clase inexistente que, por sus dichos, sería aquella en las que “las mujeres quieren ser lindas y los hombres ver fútbol”. O sea, las mujeres pobres, para ser de clase media, quieren ser lindas, pues, por ser pobres, son feas de toda fealdad. Con los hombres pobres no; no importa si son lindos, basta que sean pobres y que quieran ver fútbol para ilusionarse con pertenecer a la clase media. De hecho, bastaría con que los hombres pobres vieran fútbol todo el tiempo para ser de la clase media.

Se puede decir que esta original teoría del ascenso social es tributaria de la del derrame económico que Elisa Carrió postula con su rebaja del 10% en las retenciones a la soja –sin segmentar, claro– y la eliminación lisa y llana de las alícuotas a granos, carnes y oleaginosas. Toda esa masa de dinero, ahora en manos de un Estado depredador, se volcaría hacia la sociedad y, desde luego, los hombres pobres se sentarían frente a sus televisores, o concurrirían a los estadios para ver fútbol sin cesar y las mujeres pobres se pondrían en fila a las puertas de los spa y se abonarían a los institutos de belleza.

Una verdadera revolución productiva pero sin salariazo, porque ni haría falta. Los pobres, renuentes por definición a cualquier oferta ideológica, se situarían alborozados –y mansos, sobre todo mansos– en ese nirvana clasemediero y disfrutarían de las bondades derramadas por mieses y reses.

Sin necesidad de echar mano a ninguna de las teorías sobre la estratificación social, hoy ya casi es un pasatiempo refutar afirmaciones como las de Elisa Carrió en la conferencia de prensa aludida, o las de Biolcatti en la Sociedad Rural. No hay que empeñarse en ningún esfuerzo teórico ni académico: bastaría con recordarles la letra de Joan Manuel Serrat: “Disculpe, señor, para hacerles saber que traté de contenerles pero ya ve/Han dado con su paradero/Éstos son los pobres de los que le hablé…/Le dejo con los caballeros/Y entiéndase usted…”

Por lo mismo, este columnista insiste una y otra vez en que el desafío no pasa por denunciar ni apostrofar a las representaciones políticas de las derechas porque el modelo de sociedad que éstas defienden, más allá de cómo exterioricen esa defensa, está presente en el sentido común que, a la sazón, es una urdimbre de tradiciones, ideologías, usos, costumbres y folclore.

El sentido común no es “el menos común de los sentidos”; es un tejido cuyas hebras pueden ser más o menos resistentes a la disputa política e ideológica propiamente dicha, y su entramado final es cambiante, relativo siempre según la época. Desde ya que el sentido común es un campo de disputa (algunos hablan de “batalla cultural”, otros de “batallas de las ideas”, otros “búsquedas de nuevos lenguajes”), y en ese magma –que en sí mismo no es una ideología– confrontan todas las ideologías existentes. En el sentido común, pues, también existe la correlación de fuerzas, y el modelo de sociedad que hoy surge de ese magma es una representación del tipo de relaciones sociales realmente existente que, al tiempo que las naturaliza y legitima, oculta su carácter expoliador, virulento e irracional. Los dichos de Carrió son la banalización de las consecuencias catastróficas de las actuales relaciones sociales y, por ende, una justificación de estas últimas.

Pero, entonces ¿habría que esperar a que acontezca un cambio profundo en las relaciones sociales para que cambie el sentido común? Nada indica que sea aconsejable hacerlo, aunque la larga tradición y persistencia del mecanicismo como concepción política y filosófica sugiera lo contrario. La disputa contra el sentido común imperante no puede quedar circunscripta a la propagandización de un futuro inasible ni, mucho menos, rendirse a la lógica del posibilismo. Hay experiencias en la base de la sociedad que, lejos de convalidar aquello que el sentido común señala como correcto o deseable, revelan la posibilidad material –en términos históricos– de transitar otros caminos y, por ellos, construir la propia ideología.

Se acaban de cumplir veinte años desde que el Movimiento Campesino de Santiago del Estero eligiera a Zenón “Chuca” Ledesma como su primer presidente. El actual Mocase-Vía Campesina es un ejemplo rotundo de la no sumisión a los dictados del sentido común que, de otro modo, hubiera entregado inermes a más de 9.000 familias ante el avance de la represión y la colonización sojera. Otro tanto le cabe a la experiencia de los trabajadores del subterráneo de Buenos Aires quienes, tras largos años de lucha en defensa de su libertad de organización y agremiación, soportando todo tipo de ataques, concurrirán en breve a elegir autoridades dentro de la CTA.

Apenas dos ejemplos, es verdad, pero si se acepta que la política es el único factor de cambio posible, ella debe abrevar en la experiencia directa e intransferible de todos aquellos sectores sociales que, con denuedo, desmienten a diario que el sentido común sea el más común de los sentidos. El conflicto que ello supone expresa una puja de intereses no siempre claros pero que remiten, de un modo u otro, al litigio permanente entre quienes defienden el modelo actual de sociedad y quienes aspiran a superarlo. No se trata de una lucha en un campo de abstracciones; las relaciones materiales que se establecen entre uno y otro polo de la confrontación se dan allí donde millones de seres humanos pugnan por mejorar las condiciones de su existencia y es esa materialidad la que configura cada ideología y no al revés.

A los efectos de esta nota, poco importa que Carrió, Biolcatti y tantos más no puedan –por los intereses de clase que representan y expresan– concebir otra vía para la constitución de las ideologías que no sea la de la negación de su fundamento material. Para ellos y su visión de “los pobres”, otra vez, basta con recordarles la canción de Serrat: “Que Dios le inspire o que Dios le ampare/ Que ésos no se han enterado/ Que Carlos Marx está muerto y enterrado”. Pero, para el resto, lo que queda abierto es el desafío de fundar una intervención en la realidad más allá de los recatados límites del posibilismo.

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