“Nosotros comemos animales, los animales comen soja: nuestra sociedad de consumo depende de un pequeño grano, la soja. Donde ella crece, arrasa el hambre. ¿No se puede hacer nada en contra de esto?”
Por Astrid Prange Publicado en Christ und Welt Suplemento del semanario Die Zeit (Alemania)Descargar nota en idioma original (PDF)
Es la historia de una adicción. Una adicción que crea furtivamente una dependencia, y mucha avidez. Una adicción que se expande por todo el mundo y afecta tanto a los seres humanos como a los animales. Una adicción que se compone de cuatro letras: S – O – J – A.
La legumbre ha desencadenado una verdadera obsesión desde la Pampa hasta el Amazonas. Su harina y su grano deben alimentar al ganado en todo el mundo. Su aceite debe llenar los tanques en Europa y EE.UU. Su utilización como lecitina y emulsionante deja huellas en un 80% de todos los alimentos. Su cultivo convertirá a Sudamérica en otra Arabia Saudita. Sus ganancias de las exportaciones deben llenar los fiscos estatales del continente y financiar programas sociales. Pero el juego con la legumbre superpoderosa podría revelarse como ruleta sudamericana. Porque al igual que con el café, el cacao, el caucho o la cocaína, también este promotor de divisas depende de las fuertes fluctuaciones del mercado mundial. Al fin y al cabo, la euforia y la depresión también son parte de una verdadera obsesión. Pero por ahora, la ruleta de la soja sigue andando a todo lo que da.
El cultivo del alimento proteínico se ha triplicado de 75 millones de toneladas en 1980 a casi 240 millones de toneladas en 2011. Los tres países sudamericanos, Brasil, Argentina y Paraguay, producen conjuntamente con un total de 116 millones de toneladas de soja mucho más del alimento proteínico que el líder mundial, Estados Unidos, con 83 millones de toneladas.
“A quien quiere expandir, no hay quién lo pare”, sostiene Clemente Busanello en el documental “Raising Resistence”, que se está estrenando en este momento en los cines alemanes. “Es la ley del poder”. Este inmigrante brasileño cultiva soja en un campo paraguayo de 5000 hectáreas.
Alice Miranda Cardoso de Paraguay también sufrió drásticamente la “ley del poder”. Su madre se enfermó tanto por causa de los agrotóxicos implementados en los campos de soja vecinos, que la familia tuvo que dejar su tierra, ya que no disponían del dinero para un abogado. “No hubiera servido de todas maneras -asegura la mujer de apenas 20 años- Si no te pueden desalojar con su dinero, lo harán a través de los agrotóxicos.”
La adicción de la soja no sólo alcanzó a Paraguay, sino a todo el continente. En Argentina, la superficie de la soja aumentó entre 2000 y 2009 de aproximadamente 8, 6 millones a 17 millones de hectáreas. En Brasil incrementó de 14 millones a casi 22 millones de hectáreas –una superficie casi tan grande como Gran Bretaña-. El crecimiento mayor se registró en Paraguay: entre 1997 y 2008 avanzaron los cultivos de la soja 100.000 hectáreas cada año, extendiéndose del este hacia el oeste del país. El año pasado florecía la soja en 2,8 millones de hectáreas, que equivale al 73 por ciento de la superficie agrícola total de Paraguay.
Aproximadamente 8,4 toneladas de la soja producida en este pequeño país sudamericano se exporta a Europa. Sin embargo, en el casino de los recursos abundan los perdedores. Los pequeños productores por ejemplo, que han sido desplazados de sus tierras, o los indígenas que viven más allá de la economía financiera. Asimismo están los ambientalistas, que luchan contra el desmonte y la erosión de los suelos, como también los criaderos de ganado, cuyas cabras y vacas mueren por los pesticidas con los que se riegan abundantemente los campos de la soja. Y familias como la de Alice Miranda Cardoso, que ha sido desplazada por causa del implemento excesivo de los agrotóxicos.
“Se crean las condiciones para la desaparición de los pequeños productores y los campesinos” lamenta Juan Bautista Gavilán. El obispo de la diócesis paraguaya de Coronel Oviedo, es al mismo tiempo representante de la comisión pastoral. El éxodo rural es muy fuerte, sostiene Gavilán. “Los pequeños productores venden sus tierras, y muchas veces hasta en estas ventas los estafan”.
Despedida de la gleba
El gran éxodo que menciona el obispo Gavilán, es un desplazamiento poblacional a nivel continental, pues la legumbre verde no sólo penetra las selvas brasileñas o los matorrales semiáridos de Argentina. Su expansión, acompañada de una tecnologización de la agricultura, tuvo como consecuencia que hoy en día en el Brasil, un país altamente industrializado, más del 90 por ciento de la población vive en las ciudades. En el caso de Argentina se estima un 86 por ciento. En el país agrario Paraguay permanece aproximadamente el 40 por ciento de la población todavía en el campo. Pero también allí, la lenta desaparición de la economía familiar y de los pequeños productores tiene consecuencias graves. En la medida en que se extiende la frontera de la soja, retrocede la producción de alimentos tradicionales como mandioca, frijoles y maní.
Desde el año 2008 el gobierno se ve obligado a importar trigo, verduras y frutas para poder abastecer de alimentos a la población. A pesar de tasas de crecimiento de entre 6 y 15 por ciento, no hay programas sociales que fortalezcan el poder de compra de la población pobre. Mientras la pobreza arrasa con la población en el campo, los precios en el mercado de materias primas aumentan.
La extrema sequía en Sudamérica ha quebrado los pronósticos de la cosecha, y ha avivado las especulaciones. El precio de la soja , entre tanto, ronda los 564 dólares por tonelada. ¿La próxima cosecha de los cultivos sudamericanos también será tan baja? ¿Podría haber dificultades de abastecimiento, o llenarán otros los baches de la oferta? ¿Amagan nuevas revueltas motivadas por el hambre, por causa de los crecientes precios de los alimentos?
En el parquet agrario mundial parecen haberse juntado, en una suerte de comunidad de adicción, empresarios, productores de la carne, agentes de la bolsa, productores de maquinaria, productores de agrotóxicos y representantes de los gobiernos. Cuanto mejor resultan las exportaciones de la soja, tanto más positivo son los balances y más florecen las ganancias públicas. Con los fiscos estatales colmados, a su vez también se pueden financiar más planes sociales y más campañas electorales. Un juego que les sirve a todos sus participantes. Sólo a los perdedores se les niega la entrada al casino. Ellos tienen fama de aguafiestas.
Los pequeños productores que producen para el autoabastecimiento, o los indígenas que cultivan su tierra ancestralmente y a su manera, aparecen como los enemigos del progreso. También buenas personas de los países industrializados que denuncian la construcción de rutas y diques, y defienden la agricultura familiar, constituyen un factor que molesta. ¿Por qué -preguntan en los campos de soja y en los ministerios sudamericanos- esta gente no se ocupa de promover que Europa produzca su propio alimento animal, a lo mejor en campos de pequeños productores?
La marcha triunfal de la legumbre superpoderosa ha roído la autoestima de los pequeños productores. Muchas veces ni ellos mismos creen en su futuro. Es paradójico: después de décadas de lucha por su tierra, muchos se sienten defraudados, no sólo por el estado, sino también por sus hijos.
“Hoy en día estamos mejor organizados y sabemos más sobre nuestros derechos –resume Jorgelina Córdoba- pero estamos cansados y desilusionados, porque hemos logrado tan poco.” La mujer de 55 años y madre de 11 hijos vive en la región pantanosa del Bañado La Estrella en la provincia argentina de Formosa. En tiempo de sequía, sus vacas y cabras pastaban en las praderas abundantes. Desde la construcción del dique hecho ruta, grandes partes de la región están permanentemente inundadas. Jorgelina es de las pocas personas que no se refugiaron a las ciudades. Sus hijos se ganan la vida con changas. El mayor trabaja como técnico agrario en el gobierno provincial. Jorgelina recibe buena parte de su subsistencia del estado argentino, que a mujeres solteras con más de siete hijos que no tengan ingresos fijos les paga una renta básica.
Vacas lecheras y motocicletas
También Alice Miranda Cardoso de Coronel Oviedo (Paraguay) y sus seis hermanos le han dado las espaldas a la agricultura familiar. A sus veinte años, sueña con ser enfermera. Dos de sus hermanos trabajan como camioneros para los productores de la soja, otros dos se ganan la vida en la ciudad como mecánico y empleado de una estación de servicio. Sólo los padres permanecen en su tierra, han adaptado su producción a un modelo ecológico y sumaron la apicultura. Para la obra episcopal de la Iglesia católica alemana Misereor, que trabaja hace muchos años con organizaciones campesinas en Sudamérica, la creciente dependencia de la soja resulta un gran desafío.
¿El agrocombustible proveniente de Argentina y Brasil es acaso más dañino que el petróleo de Arabia Saudita? ¿Qué debería llenar los tanques, si no es combustible a base de soja? ¿Realmente les ayudaría a los campesinos empobrecidos que chinos y europeos comieran menos carne y en consecuencia bajara la demanda de la soja? ¿Sería mejor que los productores agrícolas europeos cultivaran ellos mismo el alimento para su ganado y en los actuales campos de la soja, nuevamente disponibles en Sudamérica, se volviera a cultivar mandioca, maní, trigo, arroz y frijoles?
El especialista de Misereor, Bernd Bornhorst, tiene como espina clavada el tema de la avidez. “¿La agricultura sirve para alimentar a las poblaciones y brindarle una vida digna a los campesinos, o para obtener ganancias?” es su pregunta retórica, ya que también se discuten los excesos de la agricultura industrializada en Alemania.
Bornhorst afirma: “¡La cría intensiva de animales en la agricultura industrial no es lo que quiere la mayoría de los europeos!” Pero él también sabe que ya no hay freno para el gran éxodo. “Si los campesinos dijeran por decisión propia que prefieran vivir en la ciudad, no sería tarea de Misereor decir que no nos parece ideológicamente”. Pero como la mayoría de la gente que sufre hambre vive en el campo, hay que apoyar a los pequeños productores “para que puedan autoalimentarse”.
En verdad, en menos de 30 años, la marcha triunfal de la soja reubicó a un país como Paraguay de la era de la agricultura tradicional a la era del agronegocio global. La obsesión sojera global ha parido a una nueva generación, que oscila entre el campo y la ciudad, que conoce tanto a las vacas lecheras y el cultivo de la mandioca, como a las motocicletas y los celulares. Los hijos de la globalización quieren formar parte del auge de los precios de materia prima y de las ventajas del entramado económico global, sin importar si viven en China, India, Sudáfrica, Egipto, Corea del Sur, Brasil o Paraguay. Sueñan con un nivel de vida más alto que el plato de arroz diario. Quieren liberarse de su pequeño y estrecho mundo, aunque esto creara nuevas dependencias.
El obispo bautista Gavilán de Paraguay admite que la Iglesia ya no puede seguirle el ritmo al cambio vertiginoso de la sociedad. “Los campesinos quieren respuestas prácticas, rápidas, a sus preguntas concretas”. Los valores predicados por la Iglesia no pueden satisfacer las demandas de esta manera. “El pan nuestro de cada día -dice Gavilán- es más importante que la prédica.”