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Utópico “acaparamiento responsable”: A la caza de Tierras

Las patéticas imágenes de la hambruna en África vuelven a recorrer el mundo. Lo que no suele mencionarse es que esta calamidad esta ligada, en parte, al auge de la compra masiva de tierras por parte de empresas o Estados extranjeros, que sustituyen la agricultura familiar por grandes explotaciones destinadas a la
exportación.

Por Benoit Lallau
Profesor de Economía en la Universidad de Lille 1.
Publicado en Periódico Le Monde Diplomatique


Tres años después de la crisis alimentaria de 2008, el problema del hambre resurge en el Cuerno de Africa. Una de las causas del flagelo es la inversión en tierras a gran escala, para establecer cultivos de subsistencia y energéticos allí donde todavía hay tierra arable disponible.

La magnitud de este tipo de inversión es inédita. Cuarenta y cinco millones de has. – o sea, diez veces más que el promedio de los últimos años- habrían cambiado de manos en 2009. Ciertamente es difícil distinguir las inversiones proyectadas de las ya decididas o más o menos acordadas, por la fuerte resistencia de las empresas y los Estados a dar cifras. Incluso el Banco Mundial dice haber tenido gran dificultad para obtener información confiable, al punto de haberse visto obligado a basarse en los datos- muy alarmantes,- difundidos por la organización no gubernamental Grain, para redactar su informe sobre el tema, publicado en septiembre de 2010.(www.grain.org)

A priori, estas compras de tierras concuerdan perfectamente con el discurso del B.M. posterior a la crisis de 2008. La institución financiera estima que todo aporte exterior de capitales a un país que sufre un déficit de ahorro favorece su desarrollo, por lo tanto, la inversión privada en la agricultura contribuye al desarrollo nacional y a la lucha contra la pobreza, exigencia moral del siglo XX. Señalemos, además, que la Sociedad Financiera Internacional, filial del B.M., juega un papel importante en la promoción de este tipo de inversiones.

Avances que atrasan
Pero por otro lado, esta tendencia incomoda a la institución, cuyo reciente informe arroja una conclusión edificante, que confirma las múltiples denuncias de las ONGs. Sus críticas apuntan en primer lugar al argumento de una explotación más racional, y por ende más productiva , de tierras hasta el momento subexplotadas, a tal fin deberían aplicarse a un conjunto de técnicas modernas, que incluyen la utilización de abonos químicos, la motorización, el acondicionamiento para riego, cultivos puros, y variedades de alto rendimiento, obtenidas por hibridación, o mejora aún, por modificación genética. Pero la aplicación indiscriminada de esas técnicas fragiliza los ecosistemas, que en muchos casos deben su fertilidad a las prácticas protectoras de agricultura y pastoreo. Seguidamente, la artillería de las ONG apunta al aspecto social, que justifica el término “acaparamiento”. Se desprenden tres casos típicos de expoliación: con el apoyo del poder público, los inversores declaran las tierras subexplotadas por la población, y hasta perdidas para la agricultura; o bien aprovechando la vaguedad de la normativa de propiedad de la tierra, no registran determinadas parcelas que antes correspondían al “simple” derecho consuetudinario, con la complicidad de las autoridades locales; o bien apelan a la vieja retórica de la necesidad del desarrollo y su legítima violencia. Entonces el asunto es pasar de una agricultura familiar “arcaica” a una agricultura modernizada, soportando ciertos costos sociales a corto plazo. Para las poblaciones afectadas, esta modernización significa pérdida de medios de subsistencia a raíz del menor acceso a la propiedad de la tierra y al agua, marginación vulnerabilidad alimentaria.

Pero contrariamente a las expectativas de los teóricos liberales y las promesas de los inversores, tales inconvenientes no constituyen simples “costos de transición” hacia un futuro mejor. Según admite el B.M. las recaídas económicas son efectivamente limitadas. Pero por el contrario, está teniendo lugar una destrucción neta de empleos a raíz del reemplazo de una agricultura familiar, que moviliza principalmente energía humana, por sistema latifundistas fundados precisamente, en la reducción del factor trabajo. Además, estos enclaves agrícolas “modernos” no favorecen mucho el mercado local, en la medida en que recurren a la importación para abastecerse. Y por último, no contribuyen a la autosuficiencia alimentaria, ya que el objetivo primordial es exportar. Etiopía, donde la hambruna actualmente hace estragos, es también una de las más preciadas por los inversores extranjeros. Desde el año 2008, unas 350.000 has. fueron alquiladas por el gobierno, que asimismo proyecta ceder otras 250.000 en 2012.

¿Como conciliar lo aparentemente inconciliable: por un lado, la ideología del mercado; por el otro, la reducción de la pobreza que exige apoyar a las agriculturas familiares? Los organismo internacionales consideran que la aporía puede removerse con el llamado a una inversión más “responsable”. Por eso el B.M. y la FAO, la Conferencia de Naciones Unidas para el comercio y el Desarrollo (UNCTAD) y el Internacional Fund for Agricultural Development (IFAD) formularon en enero de 2010 “los siete principios para una inversión agrícola responsable , que respete los derechos, los medios de existencia y los recursos”

  • Principio 1: Los derechos de propiedad de la tierra existentes son reconocidos y respetados.
  • Principio 2: Las inversiones no ponen en peligro la seguridad alimentaria, por el contrario, la refuerzan.
  • Principio 3: Se vela por la transparencia, la buena gobernanza y la creación de un entorno propicio.
  • Principio 4: Consulta y participación (de las poblaciones afectadas).
  • Principio 5: La viabilidad económica y la responsabilidad de los proyectos agrícolas.
  • Principio 6: La sustentabilidad social (las inversiones generan un impacto social positivo y redistributivo) y no aumentan la vulnerabilidad.
  • Principio 7: La sustentabilidad medioambiental (cuantificación y minimización de los impactos ambientales)

Pero estos principios siguen respondiendo a las políticas liberales: los problemas son vistos como consecuencias de una falta de transparencia ( el “velo del secreto”) , deficiencias locales (los “Estados con leyes débiles “ o “insuficientemente preparados”), insuficiente consulta a la partes interesadas (en particular, las poblaciones a expropiar, cuyas protestas a menudo se reprimen) y ausencia de estudios de impacto de conformidad con los criterios internacionales.

Asimismo, los correctivos recomendados remiten a la buena voluntad: hay que crear certificados y códigos de buenas prácticas, pero en ningún caso revisar- o establecer- las reglas que rigen las inversiones, extranjeras o no, ni apoyare en ningún texto coercitivo. Se cuenta más con la capacidad de autorregulación de los mercados, que con la acción pública.

Según las 120 ONGs que firmaron en abril de 2010 una declaración de oposición a los “siete principios”, esos llamados a la responsabilidad son sólo cortinas de humo (www.farmlandgrab.org). La crítica adquiere mayor consistencia por la vinculación , a veces estrecha, entre los intereses de las empresas y los de los Estados, que alternadamente apoyan los proyectos privados o invierten ellos mismo a través de los fondos soberanos. Así que es lícito dudar del efecto de tales llamados a las “buenas prácticas” en lo que atañe a las seguridades – alimentaria y energética- nacionales.

Así que , muy lejos de estas críticas, el Banco Mundial propone un discurso bastante cercano al que se construyo después de la crisis financiera de fines de la última década: con mayor transparencia y ética, podrán expresarse plenamente las virtudes de los mercados. No es solo que no se haya cuestionado ese modelo de desarrollo agrícola, sino que por el contrario, se lo ha reforzado. Debe estimularse especialmente la actividad de los mercados de propiedad de la tierra.

Quitemos toda la ambigüedad del primer principio de la agroinversión responsable, planteando el reconocimiento y el respeto de los derechos existentes: aunque aparentemente destinado a proteger más los intereses de las comunidades locales, puede acrecentar su vulnerabilidad. En efecto, un derecho debidamente reconocido de la propiedad de la tierra suele ser, por un lado, un regalo envenenado para los campesinos pobres, que lo usarán como garantía de un crédito, o lo cederán en caso de grandes dificultades, aumentando así la concentración de las tierras.

Y por otro lado, tiende a fijar la relación de fuerzas, excluyendo así cualquier reforma agraria orientada a redistribuir las tierras, en especial a las familias que disponen de superficies demasiado pequeñas para salir de la pobreza. Y que por eso son consideradas insuficientemente productivas, lo cual puede justificar la compra de sus tierras por algún inversor mejor dotado de capital, en virtud del principio liberal de la colocación óptima de los capitales.(“Los derechos de propiedad seguros y no ambiguos(…) permiten la aparición de mercados para transferir la tierra a usos y usuarios más productivos”. BM)

La relación entre concentración de la propiedad de la tierra y pobreza ya no debe demostrarse, pero paradójicamente el propio B.M. expone el papel positivo de las agriculturas familiares: utilización intensiva del factor trabajo, que contiene el subempleo, y por ende el éxodo rural; menor artificalización de los ecosistemas, que produce menor contaminación y sobre explotación; anclaje territorial, tanto en términos de oportunidades (mercados de subsistencia, actividades de transformación) como de aprovisionamiento (artesanado). Además, al insistir en la necesaria viabilidad económica de los proyectos , la institución financiera internacional demuestra por si fuera necesario, que muchas inversiones a gran escala se realizan con una lógica cortoplacista, basada en una motivación especulativa o en el acomodo político, y no en una visión a largo plazo.

Entonces, debería imponerse lógicamente una conclusión: apoyar a las pequeñas y medianas explotaciones, su acceso al crédito, a los mercados locales, a investigaciones basadas en los principios de la agroecología y no de biotecnologías importadas, protegerlas de unos mercados mundiales con efectos competitivos destructivos y de esas inversiones económicamente no viables, y ecológica y socialmente no sostenibles. Pero no es precisamente esto lo que recomienda el Banco, que insiste en buscar las condiciones para una mayor articulación “ganador-ganador”, entre agricultura familiar y agroindustrial, opuestas en todo.

Según el Banco, esa articulación podría requerir la formalización contractual de la relación entre el campesino y la sociedad agroindustrial. Así, el primero podría insertarse en las grandes cadenas internacionales, asegurar sus ingresos y acceder a los suministros modernos. La segunda diversificaría sus fuentes de aprovisionamiento, y reduciría sus costos de mano de obra, puesto que un campesino no “mide” su tiempo de trabajo. Pero una vez más, esto se basa en la hipótesis de un contrato negociado entre iguales, y no de una relación de fuerzas en la que cada uno trata de obtener el máximo valor, y que puede llevar aun trabajo agrícola mal pago.

Entonces, “acaparamiento responsable” seguirá remitiendo al oxímoron, ya que estas lógicas de inversión a gran escala pertenecen aun modelo no sostenible, que toma muy poco en cuenta las dinámicas de las empresas de campesinos y la diversidad de las soluciones técnicas.

La expoliación de la tierra se hace eco así de una vieja fórmula, que reina sobre la economía mundial: el mercado libre, las tecnologías (en este caso, las biotecnologías) y la inversión privada (responsable, se sobreentiende) unidas, salvarán a la humanidad de la penuria alimentaría que la amenaza. Pero como las finanzas no reguladas, aun “responsables”, llevan inevitablemente a grandes inestabilidades, el modelo agroindustrial y latifundista llevará a otras crisis, por lo que igualmente siempre podrá acusarse a la fatalidad climática, la demografía de los pobres o a algún potentado local irresponsable.

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