En esta historia se combinan la voluntad de resistir a las topadoras de varias comunidades criollas y aborígenes con una inusitada resolución de la universidad pública salteña.
Así, luego de mucho batallar, lograron instalar el caso en la Corte de Justicia de la Nación. Como resultado de esa determinación, se pudo frenar preventivamente el desmonte de aproximadamente un millón de hectáreas de tierras.
Pero los intereses en juego son de tal magnitud que nadie sabe cómo continuará esta partida, que podría definirse como la lucha por la defensa de los bosques nativos contra una concepción del desarrollo económico que poco repara en la devastación ecológica y mucho menos en las consecuencias sociales de eso que asépticamente suele llamarse «la expansión de la frontera agrícola».
Revista ACCIÓN del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos
(junio de 2009)
APURO. La Corte frenó el desmonte de casi un millón de hectáreas que autorizó el gobierno de Juan Carlos Romero tres meses antes de que venciera su mandato, que culminó en diciembre de 2007.
Algunos de los personajes involucrados en esta lucha contra poderosos intereses económicos y lobbies políticos son Stella Maris Pérez de Bianchi, nativa de Berazategui que se fue a Salta, dice, con el impulso de los 70, intentando construir un país mejor. Lo mismo habían hecho a su manera, hace casi un siglo, los abuelos de Alfredo Riera, que como muchos europeos corridos por la miseria, encontraron tierras aprovechables para subsistir dignamente allá lejos, al otro lado del mar, en el Chaco salteño. Es diferente el caso de Dino Salas, integrante de la comunidad wichí, que junto con varias etnias aborígenes vienen siendo desplazados de su hábitat natural desde hace siglos y ahora ya no tienen espacio para continuar escapando hacia el este.
Tampoco hay más espacio, dicen especialistas y militantes de ong´s, para seguir devastando ese enorme «territorio de caza» -según la traducción más aceptada del término Chaco- desmontando los bosques nativos para una explotación industrializada irracional. «Antes nos corrieron con el Remington, ahora con la topadora», resumió hace no mucho Otorina Zamora, una mujer wichí que sabe muy bien de qué está hablando.
«Acá se autorizaron desmontes con las excusas más insólitas, como cuando en 2004 se vendió el llamado Lote Pizarro, un área protegida, con la excusa de que el dinero se iba a utilizar para hacer una ruta. En 10 años se autorizaron 1.200.00 hectáreas de tierras aptas y ahora quedarían quizá un millón más que podrían aprovecharse. Pero hay otros cuatro millones que no deberían tocarse», advierte Pérez de Bianchi, rectora de la Universidad Nacional de Salta, que demandó institucionalmente al Estado provincial ante el Supremo Tribunal de la Nación.
«Este es un territorio ancestral y de uso tradicional. Subsistimos porque sabemos que el monte nos da para subsistir –cuenta Dino Salas, cacique de la comunidad wichí San Ignacio de Loyola–. El desmonte nos hace emigrar a las ciudades y pasarla mal. Los chicos que se van no tienen su vida. Emigran sin ayuda, sin oficio». Con un tono cansino pero firme, aclara que su posición le viene con la sangre: «Como los bichitos del monte cuidan su territorio, nuestros ancestros nos enseñaron que cada uno debe tener su territorio. Así nos fuimos viniendo desde Formosa, desde Santa Fe, en busca del nuestro. Nos vienen arriando desde allá, y como no tenemos tranquera, nos pasamos a otra toldería y ahí nos quedamos».
Sin papeles
«Mis abuelos vinieron a Ícman (por Hickman) en 1925. Criaban ganado menor, como cabras y ovejas, porque sin heladera carnear una vaca era un desperdicio», relata Alfredo Riera, titular de la Asociación de Pequeños Productores del Chaco salteño, unas 500 familias desperdigadas en cuatro distritos provinciales de los alrededores de Orán, en Salta. «Aquí –dice Riera– nació mi padre y aquí nací yo, y si no fuera por nosotros, cuando desapareció el tren, en 1992, esto se hubiera convertido en un páramo», agrega, como una justificación ante quienes pretenden despojarlo de su medio de vida con documentación conseguida en los despachos oficiales de la capital provincial.
«Existe lo que se llama un título perfecto de propiedad y un título precario. El título es perfecto cuando existe la documentación legal y la posesión de la tierra. Si una persona prueba que vivió acá desde hace décadas, por más que no haya regularizado su situación puede lograr la tenencia de la tierra», explica Gabriel Seghezzo, director de Fundapaz, organización no gubernamental con sede en Vera, Santa Fe, nacida por una donación original de las Hermanas del Sagrado Corazón hace 35 años pero que ahora se reconoce como laica. Obviamente, las comunidades indígenas no tienen papeles que prueben su propiedad, pero las leyes contemplan sus derechos preexistentes a la fundación del país.
Justamente alrededor de este problema centenario «se fueron nucleando varias comunidades aborígenes y criollas en torno del Obispado de Oran, por ese entonces a cargo del obispo Jorge Lugones», explica María Reynoso, religiosa de la orden de las Franciscanas Misioneras de María. El prelado convocaba cada 30 de agosto, el día previo al santo patrono de la diócesis, Ramón Nonato, a discutir la mejor forma de resolver ese problema crucial para las comunidades residentes. Lugones, jesuita, también era el titular de las Pastorales Social y Aborigen, de modo que estaba al tanto de la problemática. En el año 2008 se sumó como preocupación fundamental el desmonte.
En América del Sur, la reserva boscosa más importante está ubicada en lo que se conoce como el Gran Chaco Americano, unos 625.000 kilómetros cuadrados donde habitan más de siete millones de personas diseminadas en tres países: Argentina, Paraguay y Bolivia. De este lado del río Pilcomayo está el 57% de ese espacio y la gran mayoría de los habitantes, poco más de seis millones, de los cuales un 8 % son indígenas.
Esta enorme región comprende un 22 % de la superficie continental argentina y se extiende sobre Formosa, Chaco y Santiago del Estero, el norte de Santa Fe, Córdoba y San Luis, el este de las provincias de Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja y San Juan y el noroeste de Corrientes.
«En 2008 se registraron más de 90 conflictos en la región chaqueña argentina. Sólo 35 de esos casos involucran 1,3 millón de hectáreas de tierras y 96.000 personas. Esto es sólo una pequeña muestra de la magnitud del problema», advierte la Red Agroforestal Chaco Argentino (Redaf), una ong de Reconquista, en el norte santafecino, una zona donde las fronteras políticas son apenas un dato catastral. Allí donde hasta hace no tanto La Forestal hizo un paciente trabajo de destrucción masiva de recursos naturales que quedó en la memoria de los argentinos como una clara señal de lo que es la depredación descontrolada.
Un gran escollo para ponerle freno a este tipo de devastación irracional es que la Reforma de la Constitución de 1994 otorgó a las provincias potestades que antes no tenían para tomar decisiones que indirectamente pueden afectar al resto de los habitantes de la Nación. Algo de eso ocurre con la autorización para la tala y el desmonte de enormes extensiones de tierras boscosas. Por un lado se trata de tierras ancestralmente ocupadas por aborígenes o, de manera más reciente, por «criollos» -tercera o cuarta generación de blancos nacidos en esas regiones- que constituyeron en su momento la única avanzada «productiva», pero que nunca legalizaron su situación patrimonial porque esos eran confines con poca rentabilidad, comparados con la ubérrima Pampa Húmeda, y por lo tanto con escasas perspectivas de crecimiento. Sin embargo, el desarrollo de nuevas tecnologías y la necesidad de ampliar las extensiones dedicadas al cultivo revirtieron esta situación histórica. Ahora esas tierras valen mucho y convocan el interés de poderosos conglomerados económicos.
Un intento de ponerle remedio a este peligroso caos fue la sanción de la «Ley de presupuestos mínimos ambientales para la protección de los bosques nativos», dictada en noviembre de 2007, que promueve la clasificación de los bosques nativos con colores rojo (de exclusiva conservación), amarillo (de producción sustentable) y verde (de transformación libre). La normativa obliga a los diferentes distritos a realizar una evaluación seria y estricta de su territorio forestal para luego determinar el tipo de explotación que debería autorizarse. Y a respetar, por supuesto, el uso de esos territorios.
Borrar huellas
Sin embargo, muy poco antes de que el Congreso de la Nación aprobara esa normativa -que se conoce por el nombre del diputado que la promovió, Miguel Bonasso–, en algunas provincias aceleraron la entrega de permisos de explotación ante la certeza de que luego las cosas no resultarían tan fáciles. El viejo recurso de los hechos consumados en un área tan sensible como esa, generó quejas desde todos los sectores involucrados, pero principalmente de quienes serán afectados por esas explotaciones, que siempre incluyen desmontes sin ningún control.
En Salta, por mencionar un ejemplo, se otorgaron autorizaciones por casi un millón de hectáreas en los últimos tres meses de 2007, cuando, además, estaba culminando su mandato Juan Carlos Romero. Una medida que exasperó a las comunidades afincadas en los alrededores de Orán, que se movilizaron y junto con la Universidad Nacional de Salta impulsaron sendos pedidos de acciones concretas a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. «Quisieron borrar todo rápido. Pasarle con la topadora para que no quedara ningún vestigio de que alguna vez hubo un ser humano por ahí», acota el productor Riera.
Fue entonces que en el obispado de Orán, quizás la zona más afectada en este período, un grupo de actores locales- son 18 comunidades de criollos, aborígenes, las iglesias católica y anglicana y diversas ongs- se unieron en lo que se conoce como la Mesa de Tierra, con el propósito de materializar un frente común en defensa del entorno natural y de legalizar la tenencia de la tierra.
«Somos parte del Estado y no podíamos quedar al margen. Hicimos lo posible por las vías del dialogo con las autoridades provinciales, pero no obtuvimos la respuesta esperada», justifica Stella Maris Pérez de Banchi, rectora de la Universidad Nacional de Salta. La casa de altos estudios presentó un pedido de inconstitucionalidad de la ley provincial que autorizó la devastación ante la Corte Suprema de la Nación y se constituyó en uno de los escasos ejemplos en el país de semejante compromiso académico con un reclamo social y ambiental. «La expansión de la frontera agrícola en Salta fue terrible -alerta Pérez de Bianchi- en 10 años autorizaron desmontar 1.200.00 hectáreas de tierras aptas. Ya no queda mucho sin causar graves e irreparables daños ambientales. Lo que ocurrió en Tartagal a principios de este año es una muestra», agrega la rectora.
La medida más concreta de la Mesa de Tierra fue la de presentarse ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación para pedir un amparo que impidiera la tala autorizada en aquellos meses febriles en que se debatía la ley de bosques. Tal vez una casualidad, quizás una forma de dar testimonio de su posición sobre el impulso del prelado oranense, el Papa Benedicto XVI designó a Lugones como obispo de Lomas de Zamora y en su lugar nombró a Marcelo Daniel Colombo, hasta ese momento párroco de la Catedral de la Inmaculada Concepción, de Quilmes. Colombo todavía no se hizo cargo de su nuevo destino eclesial, por lo que aún se ignora si hará cambios en la orientación del obispado. Pero, especulan, el nuevo presbítero fue ordenado por el padre Jorge Novak, lo que le da un aura de sensibilidad social favorable a este tipo de lucha.
Producción o muerte
«Nosotros no planteamos ir contra el desarrollo, nadie dice que no se puede hacer nada, pero no se puede hacer cualquier cosa». La frase, en boca del ingeniero agrónomo Gabriel Seghezzo, coordinador en Salta de Fundapaz, tiene su sustento, ya que la ong trabaja sobre la problemática del Chaco desde hace 35 años y conoce al dedillo de cuestiones ambientales, productivas. Pero, agrega Seghezzo, devastar irracionalmente puede convertir al Chaco salteño en un desierto, como ya ocurrió en otras regiones. Como ejemplo, despliega una hoja de cuaderno sobre el escritorio de la ong en la capital salteña y hace un dibujo elemental para ilustrar su preocupación. «En el Chaco llueven 600 milímetros por año y en el verano se registran temperaturas de hasta 48 grados a la sombra. Muchas veces hay 90 grados en un piso sin cobertura. Por evapotranspiración –abunda, docente- se produce una pérdida de humedad del suelo de 1200 milímetros, o sea que hay un déficit de 600 milímetros de agua anuales. Si se elimina la cobertura boscosa, que entre otras cosas baja la temperatura a nivel del suelo, mitiga la pérdida de agua, el sol pega a 90 grados y produce la muerte bacteriológica del suelo, lo esteriliza».
El suelo, aclara el coordinador de Fundapaz, tiene una parte viva, que son todos los microorganismos, una parte muerta, los minerales, y aire. «A esa temperatura la parte viva desaparece», advierte. Pero eso no es todo: el suelo es bastante salino en el Chaco. Los arboles toman agua desde lo profundo de la tierra, con lo que se mantiene la capa freática a niveles subterráneos. Pero si se saca la cobertura vegetal la evapotranspiración hace de bomba, sube toda la salinidad y eso genera la desertificación. «Que pueda estar mitigado por la siembre directa es verdad- admite el experto- pero en un año de extrema sequía como este empiezan a aparecer manchones de salinidad y a los 4 o 5 años se ven campos abandonados totalmente desertificados, donde ya no se puede plantar más nada. Recuperarlos cuesta muchísimo».
Lo cierto es que para sorpresa de los demandantes, auspiciados por los abogados Alicia Oliveira y Raúl Ferreyra, el Supremo Tribunal aceptó el reclamo de las comunidades y ordenó suspender, en diciembre de 2008, la tala de un millón de hectáreas en los departamentos de San Martín, Orán, Rivadavia y Santa Victoria, autorizados en el último trimestre de 2007, y paralizó todos los permisos posteriores a esa fecha.
Pero además, dispuso una audiencia pública, que se desarrolló en febrero pasado, donde cada parte involucrada en la cuestión pudo dar su posición frente al problema. En la página web de la institución, en el apartado correspondiente al Centro de Información Judicial (http://www.cij.gov.ar/multimedia.html) puede verse el video grabado oficialmente aquel caluroso día en el remozado Palacio de Talcahuano y Viamonte.
Del debate participaron representantes de la provincia, la Nación y las comunidades criolla y aborigen. Quedó claro que hubo un sospechoso apuro en el trimestre anterior a la aprobación de la Ley de Bosques, que coincide con el último tramo de gestión de Romero. Y que no se sabe claramente qué puede suceder con el entorno ambiental de aceptarse semejante nivel de depredación forestal. «Ustedes tienen estudios en cada zona autorizada pero no un estudio de impacto total acumulado de todos los desmontes», reclamó el presidente del tribunal, Ricardo Lorenzetti al representante provincial, luego de recordarle que no se puede alegar que los permisos se otorgaron en otro gobierno, ya que, destacó, «hay una continuidad del Estado».
Finalmente, la Corte extendió el amparo y ordenó a las autoridades políticas que realicen un estudio del impacto total de los desmontes y consulten con las comunidades implicadas las medidas a tomar. No es fácil saber cómo seguirá esta historia, pero todos están esperanzados porque, insisten, «es la primera vez que alguien del Estado nos escuchó», como dijo el cacique wichí Dino Salas a Acción.
En esa región del territorio nacional, ese detalle no es poco.
Lo que vendrá
Salas habla en voz muy baja. Se para frente a lo que llama su toldería, donde vive con su familia –que incluye una docena de hijos– protegido por la profusa arboleda que resguarda del sol impiadoso de un otoño inusual. El monte no sólo ampara rigores astrales, también da de comer y aporta material para la construcción de los sencillos ranchos que ocupan. Salas habló ante la Corte como representante de las etnias que viven en esta tierra, unas 4.700 familias wichi y guaranies y otras 4.600 familias coyas.
Salas, dice, alguna vez trabajó en el ingenio Tabacal, a fines de los 50, y allí conoció la explotación desde adentro. «No teníamos nada, ni protección, ni seguridad social, no teníamos beneficios». Ahora, espera que su exposición ante los jueces sirva para encaminar la cuestión en beneficio de su pueblo y de los lugareños en general. «Ya no nos queda adónde ir y no queremos molestar a las municipalidades teniendo lugares donde trabajar, acá en el monte».
Riera, quien es también miembro de la Federación Agraria «disidente», como le gusta decir con sorna, es ganadero como la casi totalidad de los criollos de estos rincones. El hombre se queja por la aparición de nuevas enfermedades como el dengue y el hantavirus, o el retorno de la vinchuca, que atribuye a la desaparición paulatina del monte autóctono. Y dice que desde 2001 se hizo más evidente la codicia empresarial sobre los campos que vienen utilizando para pasturas desde hace casi un siglo. «Sobre todo desde que se fue el tren», añade Riera. La casa de material está precisamente a un costado de esa franja asfaltada que cruza trasversalmente el Chaco, frente a la estación del ferrocarril que iba de Embarcación a Formosa. Hace un calor inusual para el otoño, algo que también atribuyen al factor humano. Hay mosquitos revoloteando alrededor. El mate amargo circula de mano en mano en la galería cubierta por una enredadera.
«Yo estoy demandado por un tipo que me acusó de usurpación del campo que tengo. Dije que siempre viví aquí, que aquí nací y aquí nacieron mis padres. Ahora dejé de ser usurpador para aquellos jueces, pero tengo un juicio civil, un interdicto, y este juez me dice que me tengo que ir».
–¿Así como así, se tiene que ir?
–Yo creo que esto lo hacen porque nosotros hemos denunciado ante la provincia y en la Corte. Hace tres años que se inició esto y ahora se aceleró de golpe. No estamos contra el desarrollo, pero con la gente adentro, reconociendo los derechos de las personas, que es lo que no ocurre. Acá o tenés dinero o te morís, para toda cosa, en salud o en lo que sea. No tenés plata, te morís.
Alberto López Girondo
Fotos: Atilio Orellana / Infoto
Enviados especiales a Salta
Protesta académica
Stella Maris Pérez de Bianchi es ingeniera agrónoma, nativa de Berazategui, y recibida en La Plata, según cuenta a Acción. «Me vine con mi esposo a trabajar en el INTA y luego comencé a dar clases es la Universidad, que recién había abierto, en 1974».
–¿Cómo fue surgiendo la inquietud de ir a la Corte?
–Estábamos esperanzados en la Ley de Bosques, que tiende a conservar los montes nativos. Pensábamos, quizás ingenuamente, que había llegado la hora de ordenar, supusimos que esta vez sí se iba a poder hacer. No pensamos que se iban a detener los desmontes del todo, porque la agricultura y la ganadería siempre han avanzado sobre los bosques nativos. Pero se dieron las condiciones para una ley de ordenamiento de bosques nativos de Salta. Fue todo muy rápido en la legislatura provincial, y se resolvió entre un jueves y un martes. Un jueves lo modificó el Senado y el martes lo ratificó Diputados. Nos costó conseguir el proyecto dictado por el Senado y allí vimos lo que para nosotros es técnicamente un sinsentido, porque se opone no sólo a la Ley Bonasso sino a la Constitución Nacional, a las normas de jerarquía internacional con raigambre constitucional y al convenio de la OIT sobre comunidades aborígenes. Ese martes teníamos la última sesión del Consejo Superior Académico y lo pusimos como orden del día para la sesión del jueves, pero ese día la ley provincial estaba consumada. Por eso en primer lugar el Consejo pidió el veto del gobernador y si no hubiese lugar recomienda reclamar a la Corte, que es lo que hicimos.
–Pero no es usual que una Universidad se haga cargo de estos reclamos.
–La UNSA tiene un grupo de docentes e investigadores en Humanidades, ecólogos y geólogos, que en trabajos de campo e investigación de años sumaron antecedentes. Cuando uno ve imágenes satelitales de hasta donde ha llegado la frontera agropecuaria y cuando ve lo que pasó en Tartagal uno se pregunta: ¿dónde está la gente que habitaba ese lugar? La nuestra no es una postura verde extrema, nuestra mayor preocupación es la gente. Las comunidades aborígenes están como invisibles para los gobiernos y el desarraigo que sufren es fatal, porque se tienen que ir a las ciudades o quedan relegadas a sectores del monte cada vez mas deteriorados. No tienen lugares para recorrer y caminar, sobre todo en las culturas de monte chaqueñas, que son cazadoras y recolectoras, y resultan las más afectadas.
–¿Se sabe cuántos son?
–Los docentes de Humanidades presentamos dos libros cofinanciados con la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Inadi. Allí relevamos a unas 23.000 personas en muy malas condiciones. Hoy estamos preocupados porque tengan acceso a sus tierras. Porque hay otra ley que no se cumple, que es la de Determinación Territorial Aborigen. Sin eso es muy difícil hablar de ordenamiento. Lo que hay es una expulsión total. La preocupación de la institución sobre la gente es muy grande. Y la verdad es que estas comunidades se están muriendo.
–¿Lo que sucedió en Tartagal se puede atribuir al desmonte indiscriminado?
–Esta es una zona de sierras subandinas, donde nacen los ríos que van a alimentar el Acuífero Guaraní y la Cuenca del Plata. Todo fenómeno de deforestación va a causar problemas, entre ellos los grandes aluviones que produjeron las inundaciones. Porque más allá de que en Tartagal el suelo es malo, que hay un basamento de arcillas frágiles y de que llueve mucho, como corresponde a la zona. Esos suelos se desmoronan con facilidad, pero allí se hace tala selectiva, y si los árboles de los bosques son muy jóvenes y en lugar de 40 centímetros de raíz tienen 20 menos, poseen menor capacidad para detener el agua y al carecer de infiltración en la tierra aumenta la velocidad del agua que viene de la montaña en grandes aluviones, en riadas, en inundaciones.
–¿Se podría haber evitado de alguna manera?
–Tartagal era la segunda ciudad en importancia de Salta. Tenía una poderosa clase media, profesionales y técnicos ligados con YPF en su mayoría. Nosotros tenemos allá una sede que casi tuvimos que cerrar porque cuando se fue la petrolera nos quedamos sin docentes, que eran todos de la empresa. En Tartagal se ve muy bien lo que significa el abandono del Estado. Ya no hay pluviómetros arriba para ver cuánto llovió y tomar las medidas, no hay quién prevea la defensa del río, no hay Servicio Meteorológico. Se fueron todos y se quedaron muy solos, en Tartagal. Todos nos quedamos muy solos.
lei la revista accion y me entere de esa organizacion,soy de reconquista, dejo mi mail, para estar mas comunicada con ustedes,y saber mas sobre como trabaja la organizacion,saludos