Los datos de los dos últimos censos nacionales agropecuarios constatan que uno de cada cuatro productores agropecuarios abandonó la actividad, mientras en el mismo período asistimos a un aumento espectacular de la producción total de granos. Como dice nuestro colega Walter Pengue, vamos camino de una “agricultura sin agricultores”. Pasamos de ser el “granero del mundo” en los años ‘50 a ir camino a convertirnos en un mar verde de un cultivo que no alimenta a nuestro pueblo.
Por Gustavo Soto, Universidad Nacional de Córdoba – REDAF
Publicada en Página 12, jueves 10 de julio de 2008
Más del 50 por ciento de la superficie de Argentina es árida. Existen zonas desérticas por causas ambientales, pero también decenas de miles de hectáreas que han llegado a esa condición por causas humanas. Tierras que en un pasado no muy lejano fueron aptas para la producción agrícola o ganadera, hoy se han convertido en desiertos improductivos, cada vez con menos población porque sus habitantes se ven obligados a migrar por falta de trabajo y alimento.
La desertificación es un fenómeno que avanza, que es imperioso revertir con el compromiso de los distintos agentes sociales involucrados: individuales y colectivos, estatales y no estatales. Los “ordenamientos territoriales” que todas las provincias deben realizar como primera medida de la aplicación de la Ley de Bosques puede ser una oportunidad relevante en este sentido.
La normativa establece que este proceso se debiera realizar con suficiente información a la ciudadanía y amplia participación especialmente de comunidades campesinas y aborígenes. Si bien ha quedado en un segundo plano por el debate sobre las retenciones móviles a la exportación de granos, no estamos hablando de cosas tan distintas: desertificación, pérdida de fertilidad de los suelos, deforestación y expansión de la frontera agrícola, particularmente para el cultivo de soja, son eslabones de una misma cadena.
Desde mediados del siglo XIX, amplias zonas del norte, noroeste, noreste y oeste de Argentina sufrieron un fuerte proceso de extracción de madera con distintos fines. Esta explotación era (y lo sigue siendo en los relictos de bosques que todavía quedan) realizada en forma irracional, extrayendo el recurso forestal sin reponerlo.
El 70 por ciento de esta deforestación ocurre en bosque chaqueño, el segundo mayor ecosistema natural en América del Sur, luego del Amazonas, que abarca buena parte de nuestro territorio. A la pérdida de biodiversidad, con todas las graves consecuencias ecológicas que ello trae, debe sumarse la eliminación del “efecto esponja” que brinda el estrato arbóreo. Donde no hay bosques aumenta el efecto de escorrentía, que lava los suelos, arrastra la capa fértil superficial y produce fuertes perjuicios, no sólo en el área desforestada, sino aguas abajo.
La forma en que se ha dado la expansión de la frontera agropecuaria en la Argentina y las consecuencias que origina hace que podamos hablar de un “desierto verde”.
Tal como cuando se arroja una piedra en un estanque, este fenómeno que comenzó en la pampa húmeda hoy se extiende hacia el norte y oeste de nuestro país. Buena parte de esta expansión se debe a la alta rentabilidad del cultivo de soja. En veinte años se multiplicó por seis la cantidad de toneladas cosechadas sólo de ese grano, pasando de casi 6 millones de toneladas en 1985 a casi 36 millones en 2005.
La implantación de estos cultivos en zonas ecológicas no aptas y bajo el paquete tecnológico de la siembra directa ocasiona una serie de consecuencias negativas ambientales y socioeconómicas: contaminación de fuentes subterráneas de agua por uso indiscriminado de agrotóxicos, disminución de la biodiversidad animal y vegetal y contaminación de personas por la misma causa y disminución de la fertilidad de los suelos por la falta de rotación de los cultivos son sólo algunas de ellas.
Desde el punto de vista social, miles de familias pierden su fuente de trabajo: donde antes había bosque con explotación ganadera y forestal, hoy hay monocultivo de soja bajo siembra directa, con un mínimo de demanda de mano de obra. Familias que antes trabajaban la tierra ven que hoy es más rentable venderla o alquilarla y terminan migrando a las grandes ciudades.
Los datos de los dos últimos censos nacionales agropecuarios lo constatan: uno de cada cuatro productores agropecuarios abandonó la actividad, mientras en el mismo período asistimos a un aumento espectacular de la producción total de granos. Como dice nuestro colega Walter Pengue, vamos camino de una “agricultura sin agricultores”. Pasamos de ser el “granero del mundo” en los años ‘50 a ir camino a convertirnos en un mar verde de un cultivo que no alimenta a nuestro pueblo.
Debemos actuar rápidamente antes de que se haga realidad aquel viejo proverbio aborigen que dice: “Cuando hayas talado el último árbol, atrapado el último pez y contaminado el último río, te darás cuenta de que no puedes comer dinero”.