Desde marzo, pareció que se escuchaba “al campo”. Pero por detrás de las cuatro organizaciones patronales que protagonizaron el lockout hay un universo de tres millones de personas con otra agenda. Es el campo indígena y campesino, acosado por la miseria y el hambre de tierra.
Por Dario Aranda
Publicado Diario Página 12
En los últimos cuatro meses, donde cuatro entidades patronales del sector se autoproclamaron “el campo”, dos actores centrales fueron sistemáticamente omitidos. Se trata de 280 mil familias numerosas de pueblos originarios y 220 mil familias campesinas, una población estimada en tres millones de personas. No producen soja ni suscriben a los agronegocios. Siembran alimentos, crían animales para autoconsumo y tienen una relación especial con la tierra porque no la consideran un medio para negocios: se entienden como parte de ella, de su cultura, su historia y un bien común de las próximas generaciones. Pueblos indígenas y campesinado fueron pioneros en denunciar la sojización y el corrimiento de la frontera agropecuaria hace una década, pero ningún gobierno tomó nota. En la actualidad advierten el saqueo y la contaminación minera, ponen el cuerpo a las topadoras, rechazan las represas que inundan tierras ancestrales, enfrentan a empresarios que pretenden sus campos y padecen el envenenamiento de los agrotóxicos. Lejos de la alta rentabilidad de los agronegocios, recorrida por las organizaciones de base del campo argentino, un sector heterogéneo, diverso y atomizado, pero con ricas historias de trabajos, resistencias y luchas.
Raíces de organización
A fines de la década del cuarenta, la Acción Católica creó en Salta, Mendoza y Buenos Aires un espacio de jóvenes para evangelizar los ámbitos rurales. Fue el germen de lo que en 1958 sería el Movimiento Rural de la Acción Católica. Conducido por técnicos y universitarios, tuvo un trabajo netamente asistencialista. Pero el papado de Juan XXIII, el Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín, donde termina de tomar forma la teología de la liberación, transformaron al Movimiento Rural en un espacio de promoción y reivindicaciones. A mediados de los ’60, con presencia en diez provincias y 300 grupos organizados, la conducción fue asumida por campesinos. Con la influencia del contexto latinoamericano, cambiaron los ejes de trabajo: la lucha por la tierra, la explotación del trabajador rural, las causas de la pobreza y la necesidad de un cambio profundo.
El Movimiento Rural se hizo fuerte en Cuyo, el NOA y el NEA. En Chaco, y a raíz de un conflicto con el precio del algodón, se realizó un gran congreso campesino en Sáenz Peña, segunda ciudad de importancia y motor agrícola de la región. Era el 14 de noviembre de 1970, cuando nacieron las Ligas Agrarias Chaqueñas, un novedoso espacio que acción y representación propio de los campesinos. A pesar de las trabas que imponía la Federación Agraria, que observaba cómo se gestaban organizaciones que de verdad luchaban por los intereses campesinos, en los primeros años de esa década se conformaron las Ligas Agrarias de Corrientes y de Formosa, y se gestó el Movimiento Agrario de Misiones (MAM).
“En Salta, Jujuy, Tucumán, La Rioja, Catamarca y Mendoza se desarrollaron los sindicatos de obreros rurales, cooperativas de trabajo y una intensa lucha por la reforma agraria. Se sucedían asambleas y movilizaciones con hasta 5000 compañeros campesinos, de sindicatos rurales y mineros, apoyados por los barrios marginales. Se formaron dirigentes rurales mediante la educación popular, logrando extender la organización por toda la región”, explica Rafael Sifré, colaborador del obispo Enrique Angelelli, referente del Movimiento Rural Católico e histórico militante campesino.
Todo el proceso de organización y luchas comenzó a ser reprimido con el tercer gobierno de Perón, con intimidaciones, persecuciones, secuestros y desapariciones, que tuvo su continuidad con la dictadura militar. Los referentes de las Ligas, el MAM, cooperativas y sindicatos rurales fueron perseguidos, torturados y asesinados. Y las organizaciones totalmente desarticuladas.
Nuevas luchas
Santiago del Estero encabeza la lista de desmonte: 515 mil hectáreas en los últimos cuatro años, según datos de la Secretaría de Medio Ambiente. Provincia sinónimo de quebrachales, montes y familias dedicadas a la pequeña producción agropecuaria, fue de las primeras en conocer, de la mano de la soja, el término técnico “avance de la frontera agropecuaria”. Los campos comenzaron a ser reclamados, con escrituras de dudosa procedencia, por empresarios y el nuevo modelo de “desarrollo” comenzó a desalojar, a fuerza de topadoras y armas, a habitantes ancestrales. Al mismo tiempo, comenzó la organización: iglesias, ONG y comunidades de base, que ya articulaban espacios, oficializaron el 4 de agosto de 1990 el nacimiento formal del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase).
“El Mocase nace de raíces cristianas, anarquistas, indígenas y criollas. Recoge sentimientos, la historia y memoria que queda latente en el corazón de los campesinos, la dignidad, sentimiento de libertad, de la necesidad de vincularse con otros y de no permitir que unos dominen a otros. También estuvieron presentes rastros guardados en viejos y viejas del monte, el mestizaje, pueblos de mucha lucha y resistencia”, explica Angel Strapazzón, uno de los históricos referentes.
La creación del Mocase fue un quiebre en la situación rural santiagueña. Diez mil familias organizadas comenzaron a frenar topadoras, enfrentar guardias privados y se transformaron en un actor social que desafió a los empresarios, al poder judicial y político. Y se erigieron como una referencia para organizaciones de otras provincias. En 2001 sufrió una división, originada por diferencias en cómo se tomaban las decisiones.
Un sector –ligado al Programa Social Agropecuario (PSA)– eligió presidente, secretario y una estructura vertical. Permaneció en alianza con el PSA y formó parte de la Federación Agraria. La central de Juríes estuvo luego cercana a la intervención provincial y formó parte de la Federación Tierra y Vivienda (FTV), de Luis D’Elía. En la actualidad, forma parte del Frente Nacional Campesino (FNC).
El otro sector optó por la horizontalidad y decisiones asamblearias. Tiempo después se incorporó a la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) y la Vía Campesina, espacio internacional que nuclea a campesinos e indígenas de 56 países. El Mocase-Vía Campesina está conformado por seis centrales y 9000 familias. Luego de la votación en el Congreso, fueron llanos: “Las familias de campo sufren cada día más intentos de desalojos, detenciones y criminalización. Con o sin retenciones, la represión seguirá, las fumigaciones que nos envenenan estarán a la orden del día y seguiremos en la lucha, porque no hay ninguna intención de desarmar el modelo de agronegocios, ni distribución de tierras ni cuestionamientos al actual uso de la tierra. La discusión es entre empresarios del campo y politiqueros de doble discurso”.
Estancieros, petroleras y mineras
La Patagonia continúa siendo espacio de organización y resistencia del pueblo Mapuche-Tehuelche. Alejados de la problemática sojera, enfrentan un centenar de conflictos territoriales y las contrapartes son diversas, el Estado (nacional, provincial y municipal), estancieros, empresarios turísticos, compañías de hidrocarburos y mineras. Existe una gran diversidad de organizaciones y comunidades, y la representatividad de cada actor es muy subjetiva, pero en cada provincia hay comunidades reconocidas por estar al frente de los conflictos.
En el oeste de Chubut, la organización Mapuche-Tehuelche 11 de Octubre es referente. Mauro Millán, vocero de la comunidad, no duda. “Se trata de un conflicto por dinero y poder, ni siquiera hay una discusión ideológica, todos ellos entienden la tierra como una mercancía, y pelean por ver quién se queda con la mayor parte. Las cuatro entidades son totalmente opuestas a nuestra ideología, con un trasfondo histórico que aún no está saldado, donde hubo usurpación y desaparición de una gran parte de nuestro pueblo. No nos olvidamos de ese crimen”, remarca Millán, que también arremete a la otra parte del entredicho: “El Gobierno no tiene una política real para cambiar la realidad de los más necesitados, y mucho menos para los pueblos indígenas”.
En Neuquén, la concentración de tierras se acentúa y genera choques con comunidades mapuches y campesinos frente a empresarios o grandes propietarios. Como muestra un estudio de la Mesa Campesina del Norte Neuquino, se detalla que el diez por ciento de las explotaciones agropecuarias más grandes de la provincia concentran el 92 por ciento de las tierras productivas, mientras que el 60 por ciento de los productores más pequeños representan sólo el 0,6 por ciento de la superficie provincial.
En Río Negro, el Consejo Asesor Indígena (CAI) reconoce ser un mero espectador de un entredicho donde los pueblos originarios debieran estar presentes. Chacho Liempe, del CAI, recuerda que gran cantidad de familias que hoy ocupan pequeñas fracciones de campo en las mesetas y estepa de Río Negro, Neuquén y Chubut habitaron el sur de Córdoba, La Pampa y Buenos Aires, “fueron masacradas en las mismas tierras que hoy son utilizadas para el monocultivo de soja. El territorio que fue espacio de la vida de nuestro pueblo es el escenario actual de la rapiña del ‘campo’”.
Tierra y agua para pocos
Mendoza es bien conocida por sus vinos y sus atractivos turísticos. No es tan difundida su realidad indígena y campesina: el 60 por ciento de la población rural está por debajo de la línea de pobreza, el 22,6 por ciento es indigente y el 66 por ciento de los trabajos son precarios. Todo según el relevamiento oficial “Condiciones de vida de los hogares rurales”, de la Dirección de Estudios e Investigaciones Económicas (DEIE). Aunque no se siembra soja, desde los últimos años también se sumó a las provincias donde empresarios impulsan desalojos de comunidades con derechos ancestrales. Con casi 5000 familias con posesión veinteañal, según un relevamiento de la Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra (UST), existen conflictos en el norte de la provincia y se multiplican los desalojos en el sur.
“El actual tipo de cambio, el ‘boom de la soja’ y las forestales desplazaron a la ganadería desde el Litoral y La Pampa hacia esta provincia. Las empresas, donde también están las mineras, intentan por todos los medios apropiarse de tierras y agua, comprando, fraguando títulos, usurpando, y prometiendo un progreso que son mentiras”, explican los Sin Tierra de Mendoza.
En el informe “Una tierra para todos”, de la Conferencia Episcopal Argentina de 2006, se remarca que Mendoza es la principal provincia en concentración de tierras: el diez por ciento de las explotaciones agropecuarias monopoliza el 96 por ciento de la tierra provincial. A esto se suma que, según el Censo Nacional Agropecuario de 2002, el 50 por ciento de las propiedades con “derecho a riego” están abandonadas o improductivas. Sólo el tres por ciento de la tierra mendocina cuenta con “derecho de riego” –agua en cantidad suficiente para desarrollar la agricultura–, legislada por una ley provincial de 1884, cuando se determinó qué zonas tendrían agua: fueron beneficiadas las pertenecientes a los grandes propietarios de la época. En 124 años, esa norma, y esa zona de riego, no fueron modificadas. Es considera, por las organizaciones rurales, la ley de agua más retrógrada del país.
Pueblos originarios y campesinado
A mediados de los ’90, una veintena de instituciones comenzaron a articular en la Mesa de Productores Familiares. Diez años de trabajo conjunto, discusiones, consensos, divisiones y acuerdos llevaron a la conformación del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI), integrado por quince mil familias de siete provincias. “Reforma agraria integral y soberanía alimentaria, que es la posibilidad de que el país tenga su propio proyecto alimentario y no que las multinacionales impongan qué se debe producir”, explican como principios del Movimiento, integrantes de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) y la Vía Campesina.
“Las llamadas ‘entidades del campo’ sólo pronuncian los dictados de los agronegocios. Su símbolo actual es la soja transgénica, que ha devastado bosques, desalojado comunidades, contaminado suelos y aumentado los precios de los alimentos en el mercado interno. El avance del modelo sojero, iniciado durante el menemismo y acentuado en esta década, significa un desierto verde y contaminado, sin agricultores y ciudades saturadas de familias expulsadas de las zonas rurales”, remarcaron desde el MNCI, y afirman que el principal problema, no debatido en el Congreso, es el modelo agropecuario.
El 17 de abril último, se conformó el Frente Nacional Campesino (FNC), conformado por el Mocase-Juríes y los movimientos agrarios de Misiones (MAM), Formosa (Mocafor) y Jujuy (Mocaju). Apoyaron las retenciones y fueron recibidos en Casa de Gobierno por Alberto Fernández. También hablan de reforma agraria y soberanía alimentaria, explicitan su intención de contar con representantes en la nueva (y aún acéfala) Subsecretaría de Agricultura Familiar. Enrique Peczak, referente histórico del MAM, ya fue nombrado presidente del Consejo del Centro de Investigación para la Pequeña Agricultura Familiar (Cipaf), del INTA.
El 24 de junio, en Rosario, confluyeron el Movimiento Nacional Campesino Indígena, el Frente Nacional Campesino y otro medio centenar de organizaciones. Conformaron la Mesa Coordinadora Nacional, un espacio de articulación amplio y diverso, para luchar por los derechos de los productores familiares y los pueblos originarios. Cuestionaron a las cuatro entidades tradicionales, exigieron participación en las políticas del sector, suspensión inmediata de desalojos y democratización de los recursos naturales. La flamante Mesa Coordinadora, compleja, aún endeble y heterogénea, pretende ser un real espacio de articulación de un sector numeroso, base de la pirámide rural, castigado por las entidades cuatro entidades tradicionales y olvidado por el Gobierno.
Nota completa en el siguiente enlace: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-108554-2008-07-27.html