Resulta sencillo y placentero cantar hermosas canciones dedicadas a la infancia, a las madres, a los paisajes de nuestra tierra. Mientras tanto no se atiende a los más elementales derechos y necesidades de muchísimos chicos, mamás y familias, y se arrasan y contaminan con siniestra prolijidad bosques, campos, montañas y ríos que eran señas de identidad de cada región y garantías de su dinámico equilibrio, de sustentabilidad y de salud.
Por Clara Riveros Sosa
Los ambientalistas locales siempre nos quejamos de la dualidad de los discursos gubernamentales (los de hoy, de antes, de mucho antes, y desde todos los niveles) en cuanto a que tienden a escandalizarse de los “pecados ecológicos” cometidos en el pasado (cuanto más lejano mejor) y a hacer pública su decisión de no recaer en tales atropellos y malas prácticas. Hasta ahí, todo está bien; la queja viene a raíz de que, al mismo tiempo, se omite toda referencia a lo que actual -y no muy claramente- se está haciendo y a dudosos proyectos que se gestan para el futuro inmediato. Es una constante. Y una constante cómoda. Será otra generación la que se hará cargo de la variante fácil de pedir perdón y “arrepentirse” por lo que otros hicieran años atrás de ellos (es decir ahora).
Esa postura ambigua, para nada casual, no se limita a las cuestiones ambientales sino que se extiende a todos los campos. Es así que en estos últimos tiempos también las naciones y las instituciones de la sociedad se piden mutuamente perdón por las persecuciones y masacres que con gran entusiasmo se infligieran unas a otras en épocas ya superadas. Y así también se entrecierran los ojos y se desvía la mirada de las actitudes propias y actuales y de las acciones en curso que contradicen ese discurso condenatorio…que se reserva en exclusividad para lo que ya es historia.
No cabe duda de que la distancia -en el tiempo o en el espacio- otorga un amplio margen de alivio en la responsabilidad que le cabe a todos y a cada uno. Da una gran sensación de paz interior y de “confort” intelectual mostrarse solidarios con los esquimales (innuits, prefieren ellos), con los tibetanos, o con el pueblo de alguna remota isla de Oceanía. En cambio, tener que eventualmente atenderlos en casa o trabajar con ellos codo a codo y día tras día, cambia diametralmente la cuestión.
Resulta sencillo y placentero cantar hermosas canciones dedicadas a la infancia, a las madres, a los paisajes de nuestra tierra. Mientras tanto no se atiende a los más elementales derechos y necesidades de muchísimos chicos, mamás y familias, y se arrasan y contaminan con siniestra prolijidad bosques, campos, montañas y ríos que eran señas de identidad de cada región y garantías de su dinámico equilibrio, de sustentabilidad y de salud.
De la misma manera se realizan emotivas recordaciones que honran los sufrimientos y despojos padecidos por los pueblos originarios, pero siempre hablando sólo en pasado. Porque no es lo mismo levantarles estatuas y tributarles homenajes a sus antiguos caciques cuando los postergados aborígenes y pequeños campesinos de hoy permanecen -invisibles para la mayoría- en sus lejanos parajes del interior; no es lo mismo, decíamos, que tenerlos ahora, cara a cara, instalados en el centro de la ciudad, tan molestos como es siempre molesta y fastidiosa la realidad cuando se hace ineludible e indiscutible; cuando hiere los ojos, cuando se friega en las narices y retumba en los oídos aunque nadie grite; cuando no permite esconder la cabeza y negarla o siquiera minimizarla; cuando la sed, el hambre, la expulsión y sus secuelas exigen actuar ya mismo, sin alternativas; cuando las medidas coyunturales y asistencialistas son absolutamente imprescindibles pero cubren únicamente un hoy precario y lo que se necesita no es una mera ayuda, de la que continuarán indefinidamente cautivos (lo que el poder siempre encuentra demasiado tentador) , sino políticas de fondo que les permitan disponer de agua, de vivienda, autoabastecerse y criar saludablemente a sus hijos viviendo en el campo y del campo, en tierras históricamente propias pero en la seguridad de que son también oficial y documentadamente propias, que es en definitiva lo que les corresponde y lo que legítimamente esperan.
Y la realidad obliga al compromiso veraz y definitivo, a la vez que se resiste a las promesas vacías que funcionan como manotones para ahuyentar esas presencias masivas, incómodas y exasperantes.