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Toda esa sangre en el monte

Hay operaciones torpes. Pero, de manera increíble, a veces resultan efectivas. El gobierno de Santiago, y la Justicia, y el gobierno de Salta, y su Justicia, y los medios de los empresarios de ambas provincias, intentaron instalar en estos días la idea de que el asesinato de Miguel Galván fue una cuestión familiar. Una cosa de pobres, en el medio de la nada. Lo mismo habían hecho, once meses atrás, cuando le tocó a Cristian Ferreyra.

Sebastián Andrés Vricella
Revista Crisis

En apenas once meses, toda esta sangre. Y la indiferencia. A pesar de los tiros, las puñaladas, los campesinos heridos, los campesinos muertos: la guerra. En el monte santiagueño, ahí donde la tierra se confunde con el Chaco y con Salta, las imágenes se repiten: el desembarco de las topadoras, los alambrados todavía brillosos, las guardias armadas, la expulsión de los habitantes a manos de empresarios apañados por efectivos de la Policía y funcionarios de la Justicia. En el monte santiagueño, la riqueza y la pobreza. Las advertencias. Las amenazas. El Estado que no está. Y cuando aparece, mejor correr. Una cinta sin fin.

Cristian Ferreyra murió desangrado un 16 de noviembre después de recibir un tiro de escopeta. Vivía en la comunidad San Antonio, a dos horas y media de distancia de la ciudad de Monte Quemado por un camino de tierra lunar. Tenía 23 años, estuvo a un día de llegar a los 24. Y hacía rato, junto a otras familias, defendía las tierras que las comunidades campesinas ocupan hace mucho más de 20 años (lo que de por sí ya le otorga el beneficio legalmente conocido como usucapión). Cristian Ferreyra fue asesinado, según investiga la Justicia, por encargo. Lo mató un vecino contratado por un empresario. Un vecino que trabajaba para un empresario. Un vecino que, como es habitual en comunidades tan pequeñas, lo conocía bien: hasta tenían un lazo familiar.

Miguel Galván murió el 10 de octubre. Lo degollaron. Y de prepo, ya muerto, le clavaron otra puñalada que le destrozó el hígado. El asesino llevaba un arma con dos balas gatilladas que no salieron. Lo mataron en Salta, pero a pocos metros, unos cien metros, de Santiago del Estero. En el paraje El Simbol. Miguel Galván se había criado en El Simbol, a unas dos horas de la ciudad chaqueña de Taco Pozo por un camino de tierra lunar. En el monte no hay fronteras, apenas árboles bajos, animales, polvo y familias que producen alimentos y que viven entre la austeridad y las carencias. Pero a la zona se la conoce regionalmente como la triple frontera. Miguel Galván vivía en Mendoza. Había vuelto a su tierra para el entierro de su madre, tres meses atrás. Y se había quedado allí, a pesar de que su familia lo extrañaba, y de que él otro tanto, para ayudar a sus dos hermanos: que peleaban con otro empresario y otro vecino del lugar contratado por ese hombre de negocios para despojarlos de sus tierras. El vecino, como suele ocurrir en estos casos, se había criado con él.

Hay operaciones torpes. Pero, de manera increíble, a veces resultan efectivas. El gobierno de Santiago, y la Justicia, y el gobierno de Salta, y su Justicia, y los medios de los empresarios de ambas provincias, intentaron instalar en estos días la idea de que el asesinato de Miguel Galván fue una cuestión familiar. Una cosa de pobres, en el medio de la nada. Lo mismo habían hecho, once meses atrás, cuando le tocó a Cristian Ferreyra.

El viernes, de mañana, en El Simbol, con el cajón de su esposo de fondo, con las velas derretidas después de arder toda la noche, con su pequeña hija aún sin entender qué era todo eso que pasaba alrededor suyo, en el ranchito de los Galván sin agua y sin luz, sin señal de teléfono, entre gallinas y cabritos, Julia la esposa de Miguel Galván lo dijo clarito:

–Mi esposo va a ser enterrado acá, en el lugar que se crió, para que vean que acá vive gente. Mi esposo se quedó a ayudar a sus hermanos porque les quieren robar la tierra. Mi esposo nunca peleó. Creía en Dios, era evangelista. Y amaba este lugar, su lugar: El Simbol.

A la hora de las flores sobre el cajón, con los llantos de fondo, el pastor que llegó desde Mendoza, el que daba los sermones que Miguel aceptaba, pidió que alguien escuchara lo que estaba pasando. “Que la Argentina sepa”, dijo, a modo de ruego.

De tarde, con el sol implacable, los campesinos de los 16 parajes del lugar, los que integran la comunidad Lule Vilela (que ya habían recibido la primera visita para registrarse como tal para así evitar los desalojos y poder vivir compartiendo la tierra, sin alambrados: en comunidad), denunciaron que el empresario ya había tratado de proponerles un trato: una poca de dinero, un alambrado, pasto, a cambio de la cesión de una buena parte de sus tierras. Y que el asesino de Miguel Galván, contratado por un tal Figueroa de la Empresa Agropecuaria La Paz, con asiento en la ciudad de Rosario de la Frontera, hace tiempo que sembraba la tranquilidad del lugar con amenazas. En esa misma zona, tres meses atrás, un campesino recibió un tiro en el pecho y salvó su vida de milagro.

La lista de atentados es más larga. En las últimas semanas, algunos familiares de Cristian Ferreyra sufrieron amenazas y golpes. Sergio Arnaldo Ferreyra, primo de Cristian, y querellante en la causa de su asesinato, fue perseguido y golpeado por ocho personas que le exigían que “no se meta más”. El comisario de Monte Quemado, a tono con la historia reciente, se negó a tomarle la denuncia. Otro primo, Maximiliano Gastón Ferreyra, fue encarado en la plaza de Monte Quemado por cuatro tipos encapuchados y armados, que lo amenazaron con ahorcarlo y le robaron la llave de su casa y el celular. Y Noelia Ferreyra también fue amenazada en la Escuela por las hijas de un hermano de Javier Juárez, el hombre acusado por el asesinato de Cristian. Noelia no escuchó palabras. Simplemente, le mostraron balas. En estos once meses tres episodios de desalojos estuvieron cerca de terminar en asesinato. Fueron en la comunidad Villa Matoque, en el departamento Pellegrini y, el último 1 de julio, en el paraje Choya. En todos los casos, varios campesinos resultaron con heridas de bala. Los están fusilando.

Ante la indiferencia generalizada, ante el temor de perder lo poco que tienen, ante el pavor que les genera la posibilidad de terminar en la ciudad sin posibilidad alguna de trabajar de nada (porque lo que saben es criar animales, producir alimentos sanos, porque no estudiaron, porque sus familias siempre vivieron así, con tan poco, y esos fueron los buenos oficios que les transmitieron), con la certeza de que abrazados tienen más chances que solos, la mayoría de los campesinos de la zona integra el Movimiento Campesino de Santiago del Estero, tal vez, la organización de este tipo más fuerte del país, un movimiento autónomo, la barrera con la que se encuentran a menudo los empresarios sin capacidad de dominar su voracidad. Por eso también, los empresarios y sus medios, y algunos pocos desorientados, en el mejor de los casos simplemente equivocados, o improvisados, o ventajeros, o carroñeros, en estas horas le apuntaron al Mocase. “Hacen política con la tragedia”, les dijeron. Cuando lo que hacen, y eso es fácil de apreciar en el monte, es política, sí, pero para tratar de evitar las tragedias encadenadas y los atropellos. Para tratar de emparejar el desamparo. Con la intención desembozada de defender a los que tienen otra concepción de la tierra, de los alimentos. Y de tantas otras cosas más.

En estos once meses, toda esta sangre. Y el engorde de una certeza: la urgencia de que los que pueden detener la masacre dejen de mirar al costado. Porque todo crimen tiene un autor material. A veces, otro autor intelectual. Y, otras veces, casi siempre, responsables políticos.

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