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Colonia La Hortensia, Santa Fe: Emprendiendo una nueva vida

Una joven ONG de Colonia La Hortensia, departamento General Obligado, ganó el premio a la Gestión Solidaria del Campo que entregan Revista Chacra y Banco Galicia. Trabajan en la capacitación de pobladores y obreros del surco para darles sustentabilidad económica y frenar el despoblamiento rural.

Por Juan Manuel Fernández
Diario El Litoral

Por más que la busquen no la van a encontrar en ningún mapa. Su nombre aparenta ser una colonia, pero apenas si alcanza a un puñado de ranchos derruidos repartidos alrededor de una escuela y una capilla. No hay más que eso. Ni agua, ni dispensario, ni electricidad. Mucho menos asfalto o un servicio de transporte público. Sólo rompen la monotonía, entre la caña y el algodón, algún poblador en bicicleta o una majada de chivos levantando polvo al cruzar el camino.

Es un páramo oculto al oeste de Tacuarendí, en el chaco santafesino. Allí sobreviven familias campesinas, pequeños productores y obreros del surco. Algunos aún tienen escasas porciones de tierra heredada de los tiempos de la colonia. Otros ocupan tierra fiscal. La mayoría perdura sin empleo estable desde la mecanización de las cosechas y el descalabro de las economías regionales en los noventa. Difícil imaginar a uno de ellos subido al escenario de la Exposición Rural de Palermo. Y sin embargo sucedió.

Un mes atrás, entre 89 concursantes de todo el país, la ONG Aprendiendo a Emprender Proyectos de Vida, de colonia La Hortensia, recibió el premio a la Gestión Solidaria del Campo en la categoría “Promoción Laboral”. La Revista Chacra y el Banco Galicia valoraron los cuatro ejes de su plan: apuntar a la formación integral de emprendedores; promover el autoconsumo y agregado de valor en origen; fortalecer a la institución como espacio de organización y toma de decisiones consensuadas; y recuperar espacios sociales a través de talleres y torneos para fortalecer la identidad cultural.

Aunque serán muy útiles, los $15.000 del premio dicen poco sobre el reto que tienen por delante, ya que el desafío es económico y cultural al mismo tiempo. Hombres y mujeres que por generaciones obedecieron órdenes de un patrón para conseguir sustento ahora deben adaptarse al mundo moderno y tomar decisiones por sí mismos, asumir riesgos, emprender. De lo contrario —lo saben— no tendrán más remedio que emigrar y ser más pobres aún en las orillas de una ciudad.

Pesada herencia

Para entender el origen de la comunidad hay que remontarse a fines del siglo XIX, época en que se instaló el ingenio azucarero Tacuarendí, que luego daría nombre al pueblo ubicado entre Villa Ocampo y Las Toscas. Cuando esa empresa quebró, ya en el siglo XX, el gobierno provincial repartió tierras que luego los colonos fueron subdividiendo -sucesiones mediante- hasta llegar a componer un aglomerado de pequeños cuadros no mayores a 10 hectáreas. En épocas prósperas fueron sustentables hasta que en las últimas décadas se instaló la agricultura de escala, obligando a los propietarios a arrendar sus parcelas y emplearse como braceros u obreros del surco. Luego, la mecanización de las cosechas de caña y algodón terminó por expulsar mano de obra desocupada hacia los cordones de pobreza de las grandes ciudades. Muchos resistieron y se quedaron: algunos a costa de arrendar su tierra a precio vil y changuear para lograr un ingreso que les permita sobrevivir; otros levantando su vivienda sobre callejones o tierras fiscales.

“No queremos irnos a la ciudad, porque acá por lo menos tenemos la huerta, algunos animales que nos dan de comer, pero allá ¿qué haríamos? Allá no es pobreza, eso es miseria”, dice Roxana Borelli. Su madre, Zulma, y su hija, Eliana, asienten. Ninguna tiene trabajo. Sólo el jefe de la familia, el padre de Roxana (que es madre soltera), changuea de albañil y gracias a eso son de los pocos que tiene una casa de material en la colonia; aunque el techo es de paja, igual que todos. La vivienda se levantó en un terreno público, sobre lo que alguna vez se llamó “calle del arreo”.

Las tres generaciones viven juntas. Sin luz eléctrica, extraen agua de pozo con una bomba manual. Zulma emplea las horas del día en las tareas del hogar. Roxana acompaña, pero le sobra tiempo. Y como sólo terminó 7º grado, concurre a la Escuela para Adultos Nº205. Antes que a aprender, dice que va “a participar”.

Alrededor de la escuela

Es en esta escuela, con el impulso de los maestros Cristian Peirone y Miguel Ángel Banegas, que nació Aprendiendo a Emprender Proyectos de Vida, la ONG premiada. A la zona habían llegado primero INCUPO (Instituto de Cultura Popular, con sede en Reconquista, a 110km), el Centro Operativo Experimental Tacuarendí (COET) del Ministerio de la Producción, la comuna, y el INTA, a través de la Agencia de Extensión de Las Toscas, al mando de Ana Deambrosi. Cada uno intentó darles herramientas, capacitarlos para el progreso económico: con cría de pollos, apicultura, huerta, caña de azúcar.

Las primeras experiencias en la escuela se dieron con jóvenes y adultos, de 15 a 70 años, que se acercaban a alfabetizarse pero sobre todo por la contención que brindaba el espacio. “Venían a reunirse con sus amigos, charlar un rato y buscando si en la escuela podrían encontrar una salida”, recordó Peirone, quien llegó a Villa Ocampo en el 95 desde su Córdoba natal. “Había una fuerte exclusión social -recuerda- , sobre todo por la caída de la economía regional. El algodón ya no tenía precio y la caña había retrocedido muchísimo”.

Viendo cómo tantos se iban a Buenos Aires o Rosario comenzaron a pensar entre todos. “Creímos que una de las alternativas era hacer una reconversión: dejar de ser empleado, obrero, y tratar llegar a convertirse en un productor de algo”. El 90% eran obreros del surco y chocaban contra un paredón cultural: “era algo desconocido, era gente acostumbrada al braceo; no habíamos trabajado la posibilidad de pasar de ser gobernado a ser gobernante; de ejecutar órdenes a tomar decisiones”.

Orden y progreso

A fuerza de prueba y error adquirieron experiencia. “No nos dábamos cuenta reflexiona Cristian que el salto era muy grande y había que hacerlo de manera progresiva”. Una de las fallas que detectaron fue no trabajar conceptos como cooperativismo o asociativismo. También notaron que debían encontrar una institución que los ayudara a ordenarse. Así surgió la ONG, para sumarse a las instituciones que ya estaban trabajando en el lugar.

La entidad cuenta con 39 socios que pagan una cuota mensual de $10, de los cuales 23 son “activos” y participan en los proyectos. “Pero hay muchísimas personas más en la comunidad que están mirando cómo es la cosa; son los que están más deprimidos o bajoneados y empiezan a ver que hay algo interesante; por eso lo del premio estimula”, acota el docente.

Con la ONG apuntan a conseguir tres objetivos: organización y ordenamiento estratégico para trabajar; amparo legal que los cubra por ejemplo ante un accidente laboral y una herramienta financiera, ya que con personería jurídica (que ya tienen) se pueden agilizar contactos con otras instituciones o empresas que apoyen el proyecto.

También definieron fases de trabajo.“Si queremos lograr que el adulto o el joven se transforme en emprendedor tiene que pasar por tres etapas”. Primero, un tiempo de formación y ensayo; de aprendizaje teórico y práctico. La segunda, un momento de promoción, en el que la institución lo ayude a iniciar su proyecto productivo, “una vez que lo consolidó en el aprendizaje y está convencido de que lo puede hacer”. Y, por último, lo más complejo: desarrollar una “unidad productiva integrada; que es dar el gran salto a la participación en un mercado”.

Necesitan un espacio y por eso aspiran a tener 3 hectáreas propias, aunque por el momento comprarán una con el dinero del premio. Allí instalarán el centro de formación y experimentación. “La persona va aprender, va a poder hacer ensayos, y luego va a tomar la decisión de invertir; cuando llegue a esa instancia es porque realmente aprendió y se convenció de que le sirve”, resumió Peirone.

Necesidades verdaderas

De todo este proceso surgió otra revelación: hay un desafío aún mayor que el de aprender a emprender. “Los cursos no tiene que tener en cuenta sólo lo productivo, sino también los filosófico e ideológico”, explicó el docente. “Esta sociedad moderna -define- vino a arrasar con la valoración de la persona, que se movilizó detrás de un materialismo atroz”. Y aunque cueste creerlo, ese trastoque cultural no es exclusivo de la sociedad urbana. “El paradigma está tan instalado en el campo como en la ciudad. Hay gente que no pudo comprarse una cama, una mesa, pero va y compra un elemento que no es de primera necesidad, pero que hoy se impone como valor: por ejemplo un celular”.

El planteo implica, a su vez, una doble complejidad: quebrar un paradigma materialista pero al mismo tiempo buscar el sustento económico y sostener a las familias en el campo. “Es ahí donde cuesta encontrar el equilibrio”, dice Cristian, pero aclara: “no hay que olvidarse en qué situación estamos; porque por ahí la necesidad es muy grande, pero no me debería confundir y tendría que ver cual es necesidad y cual no”.

Dueños, de nuevo

El desafío es grande y muchos son los objetivos a conquistar en el futuro. Sin embargo hay una urgencia: conseguir un “shock anímico” que les devuelva la confianza en sí mismos. En este sentido, el premio ya abrió una brecha.

La familia Zapata-Acevedo es dueña de un campo de 8 hectáreas, donde viven 4 de los 6 hermanos con sus respectivas familias. Durante años, por falta de recursos para explotarlo ellos mismos, lo alquilaron a un cañero por 2.000 kilos de azúcar, mientras veían cómo el “usurero” (como le dicen a los que arriendan muchas parcelas de pequeños productores) se quedaba con 15.000 o 20.000 kilos. El dinero no les alcanzaba y tenían que trabajar como hacheros en el monte para luego vender leña. “Se deslomaban”, asegura Cristian. Pero cuando supieron del concurso de Chacra y Banco Galicia, entre todos pensaron una salida. Si lo ganaban, la ONG les compraría la hectárea para el centro de formación y ellos tendrían recursos para lanzarse a producir su propia caña. Cuando la noticia llegó desde Buenos Aires la alegría no les dio tiempo de festejar. De inmediato se pusieron a reparar un viejo tractor para comenzar las labores. Hoy su campo les pertenece más que nunca. Igual que la caña que cosecharán el año que viene.

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